domingo, 28 de septiembre de 2014

FEO, EMPISTOLADO Y SENTIMENTAL. CARLES CASAGEMAS, AMIGO ÍNTIMO DE PICASSO EN LOS AÑOS DE BARCELONA, DEJÓ UNA OBRA BREVE E INTENSA ANTES DE SUICIDARSE A LOS 20 AÑOS EN UN RESTAURANTE DE PARÍS.



 Su única amante, Germaine, lo rechazó por alcohólico, impotente e inestable.

ANTONIO LUCAS Madrid



Antes de descolgarnos por su estrepitosa biografía conviene asentar bien al personaje: Carles Casagemas i Coll fue un zumbado vocacional que se asestó un disparo en la sien delante de los amigos por el rechazo de una mujer. Tenía 21 años. Hasta aquí, nada memorable. Pero Carles Casagemas i Coll fue, por poco tiempo, un artista prometedor y uno de los mejores amigos de Picasso, lo cual no es decir mucho. Picasso tuvo amistades volanderas como tuvo amores volatineros y no es disparatado afirmar que el malagueño fue un tipo incapaz de sentir un gramo de afecto por alguien que no le fuese útil cuando consideraba necesario.
Casagemas forma parte de esa tribu loquísima de la Barcelona de fin de siglo, cuando el modernismo aún chorreaba. Nació en Barcelona, en 1880. Era el hijo del vicecónsul general de EEUU en Barcelona. Un muchachito de la burguesía creciente. Un mozo criado entre los mejores paños. Comenzó a dibujar muy joven, pero a la edad conveniente fue destinado a la marina de guerra, hasta que el desastre de Cuba y Filipinas lo libró de limpiar las ánimas de cañón de los barcos de guerra. De nuevo, echó el ancla en Barcelona y allí encontró en la bohemia una forma de vida más divertida que en los almirantazgos. Una noche de invierno de 1899 cruzó tabaco, absenta y risas con un chico de cabeza fuerte y ojos de tizón: Pablo Picasso. Se hicieron cómplices de burdeles y extravíos, con una execelente solvencia para el exceso.
Casagemas despachaba querellas y entusiasmos en una de las mesas del café Les Quatre Gats, donde el dueño aceptaba a la fiel hinchada el pago en especias: dibujos, cuadros, esculturas y demás artefactos de aquella población fluctuante de su establecimiento, que era uno de esos locales que mantenían la noche abierta. El joven aprendiz de pintor destacó entre los de su generación por un puñado de obras inflamadas de crítica social y de crónica miserabilista: lisiados, mendigos, chulos, malos poetas, viejos, prostitutas... También dejó un puñado de retratos y paisajes. Pero en este hombre, lo que hay es principalmente enigma, sombra, duda.
Gozaba de unas borracheras espontáneas de enorme profundidad. Tenía siempre la brasa del cigarrillo apuntando a La Junquera, con el sueño puesto en París. Y un día, al alimón con Picasso, marcharon a la capital de todas las glorias a ver qué sucedía. Visitaron la Exposición Universal de 1900. Para entonces, la cabeza de Casagemas trabajaba ya con materiales confusos. A ratos dejaba escapar unos brotes de delirio muy espontáneos, como si los trajera de serie.
En París pintó al rebufo del modernismo. Vivió las noches de Montmartre. Él y Picasso se instalaron en el estudio de Isidre Nonell y pocos días después llegó también Manuel Pallarès. Conocieron a tres chicas (Germaine, Antoinette y Odette) y armaron una comuna desatada en la covachuela (el nuevo siglo era así). En el reparto consensuado, Casagemas se enroló con Germaine y ahí comenzó a rugir el infierno.
Casagemas se enamoró como no estaba previsto. Confundió el amor con aquella expedición de madrugadas y sexo en jergones de borra agria. Casagemas dejó de pintar para echarse a escribir. Germaine, a su vez, dejó de atenderlo para fondear en los alrededores de su marido, Florentin. Todo cuadraba excepcionalmente en las pautas del desastre.
Mientras el infierno se desataba por dentro de Carles Casagemas i Coll, Picasso estaba olfateando con el hocico en alto por dónde vendría el arte nuevo, quizá para adelantarse o reventarlo. Pero tan alta misión era imposible con su amigo cerca. Los brotes de delirio eran cada vez más frecuentes en el hijo del cónsul y Picasso decidió salir de París una temporada, cogiendo al amigo como un fardo hasta llegar a Barcelona. Y de ahí, a Málaga.
Nada sirvió de nada. Casagemas entró en bucle. Combinó su locura con el el patetismo y el llanto.Así durante semanas. Hasta que Picasso decidió facturarlo a Barcelona, para que los compadres de Els Quatre Gats se hicieran cargo de aquel hombre devastado y pesadísimo. Nada tenía que ver ya con el jovencito de aire festivo que en verano chancleteaba sus zapatos como un moro por las calles del Barrio Gótico y organizaba unas noches literarias que eran la ruta del bakalao de la bohemia.
Dispuesto ya a la inmolación, después de los días en Barcelona marchó solo a París en busca de Germaine, que cuando lo vio llegar le lanzó dos o tres maleficios de bruja cabreada. En medio de la democracia callejera e inspirada de París le pidió por enésima vez matrimonio. Y por décima vez, Germaine lo envió sin atajo a la mierda. Casagemas, además de tronado, no tenía ningún atractivo. Bebía sin fondo. Era feo y sentimental. Le daba a la morfina con entusiasmo. Y padecía una impotencia incorregible. Mal plan para un aspirante a marido.
El 17 de febrero de 1901, Casagemas convocó a los amigos de París en el Café de l'Hyppodrome, en el Boulevard Clichy. Invitaba a comer para despedirse de la ciudad. Allí, frágil y encampanado, dio un breve discurso de adiós, devolvió a Germaine un paquete de cartas y sacó una pistolita cromada del bolsillo de la chaqueta con la que disparó contra su amante, que cayó al suelo ilesa. En medio del pajariteo de parroquianos escapando de la balacera, con gesto natural y sin despeinarse, Casagemas apoyó la pistolita en la sien derecha y apretó el gatillo. Voilà. Tardó día y medio en palmar.
Picasso estaba en Madrid. No fue ni al entierro ni al funeral en Barcelona. Pero a modo de responso dejó una frase de las que luego sus palmeros acuñaron en mármol: «Fue la muerte de Casagemas lo que me llevó a pintar en azul». Así comenzó una de las etapas más inquietantes del artista malagueño y así acabó una de las vidas más absurdas de un joven aprendiz de pintor que pudo llegar a serlo. Casagemas en su ataúd (1901), La muerte de Casagemas (1901) y El entierro de Casagemas (1901) son tres huellas fastuosas de la pintura de primera época de Picasso. El suicida, parece que no, pero dio mucho de sí. Esencialmente, leyenda.
Durante décadas nadie supo dónde lo enterraron. Unos decían que en el cementerio de Montmartre. Otros, en Pere Lachaise. Y definitivamente Dolores R.Roig dio con los huesos en el Cimetière de Saint-Ouen, a las afueras de París. Desde 2008, Claude Picasso, hijo del artista, corre con los gastos de la tumba.El destino, tan esquivo, tan burlón, a veces cambia el nombre y el sitio a los muertos prematuros.
Casagemas fue algo así como la desesperación de la locura. La honradez romántica del delirio. La puerta de acceso de Picasso a un mundo nuevo. El Museo Nacional de Arte de Cataluña prepara exposición sobre lo que queda del naufragio de su obra: Carles Casagemas. El artista debajo el mito, de la que es comisario Eduard Vallés y que presenta 30 obras nunca expuestas. Será a partir del 31 de octubre.
Es el rescate de una psicofonía, de un holograma, de un hombre al que la locura lo llevó a levantar otro mundo con dimensión propia. Un lugar en que enterrarse.

http://www.elmundo.es/cultura/2014/09/28/5426f2d9e2704ec4158b4575.html

ITALIA. UNA DE LAS ACTIVIDADES MÁS RECOMENDABLES QUE PUEDE REALIZARSE EN EUROPA. SUBIENDO A STROMBOLI, EL VOLCÁN DEL AMOR


Aquí vivieron Bergman y Rossellini los cuatro meses más explosivos rodando Stromboli.
70 años después, la isla de cine sigue sin luz ni agua pero llena de aventureros


ALFREDO MERINO Stromboli

A las dos de la mañana, los excursionistas que engullen pizza recalentada en el restaurante Ritrovo Ingrid son sombras chinescas reflejadas sobre un desvaído cartel. Roto en los bordes, lo cubre una pátina tal vez acumulada desde que se estrenó, hace 64 años, la película que anuncia. Afuera, la piazza San Vincenzo es un escenario difuso. La torre de la iglesia no oculta el resplandor que cada 20 minutos atruena en lo más alto, diluyendo unos instantes el brillo lechoso de la fantástica concentración de estrellas que mancha la negrura del firmamento. Es Strómboli, el volcán bajo el que hace más de seis décadas dos de las estrellas más rutilantes de Hollywood quedaron abrasadas por la gran pasión: Ingrid Bergman y Roberto Rossellini. De aquello no sólo nació una película sino también un destino mítico para cinéfilos y aventureros.
Todo empezó con una carta. Tal vez la más famosa de la historia de Hollywood. «Estimado Señor Rossellini: he visto sus dos películas Roma, città aperta y Paisà y me han gustado muchísimo. Si necesita una actriz sueca que habla perfectamente inglés, que no ha olvidado su alemán, que apenas entiende francés y que en italiano sólo sabe decir «ti amo», estoy dispuesta a acudir a rodar una película con usted». La escribió Ingrid Bergman en 1948, ya por aquel entonces una actriz consagrada. Afincada en EEUU, había ganado un Óscar, y había sido nominada tres veces. Seis años antes el mundo la conoció protagonizando en las pantallas un amor imposible junto a Humphrey Bogart en Casablanca, de Michael Curtiz.
Roberto Rossellini era uno de los directores italianos más reconocidos. Concluida su trilogía neorrealista, con la citada Roma, città aperta, levantó la piedra angular de este movimiento. La protagonizó la temperamental actriz Anna Magnani, a la sazón compañera sentimental del realizador, circunstancia que no impidió que la misiva tuviera un efecto inmediato.
El italiano voló a Londres para entrevistarse con la sueca, que rodaba una película. El flechazo fue tan instantáneo como arrollador. Allí mismo le propuso protagonizar su nuevo proyecto, Strómboli, aunque obvió decirle que había escrito el papel para la Magnani. Incontrolado el asunto, días después Bergman invitó a Rossellini a una fiesta en su casa de California. Le presentó al todo Hollywood y se asegura que aquel mismo día, Robertino, el primer hijo de la pareja, fue concebido en la cocina de la actriz.
El escándalo se desencadenó con idéntica virulencia. La puritana sociedad americana no pudo soportar el romance de una actriz casada -con el odontólogo sueco Peter Lindström- y madre de una hija, con un italiano asimismo comprometido. Boicoteada, fue considerada símbolo máximo de la depravación de Hollywood y declarada persona non grata. Perdió la tutela de su hija y la presión la obligó a abandonar el país para instalarse en Italia. «Me llegaban cartas llenas de odio... me llamaban puta y fulana... otros decían que era un agente del diablo», recordaría años más tarde en su autobiografía.
Las cosas no fueron mejor en Italia. A la inmediata separación de Rossellini y Magnani, siguió el rodaje de ésta con Rossano Brazzi, en Vulcano, isla vecina de Strómboli, de otra película de idéntica temática y en las mismas fechas que lo hacía su expareja. Al año siguiente, en un momento determinado de la premier de Vulcano, en Roma el 2 de febrero de 1950, la sala se vació de periodistas. Al preguntar la Magnani la razón de la desbandada, le contestaron: «Bergman acaba de salir del hospital con el hijo que ha tenido con Rossellini».
Mucho han cambiado las cosas en Strómboli desde aquella lejana primavera de 1949. O poco, si se mira bien. En San Vincenzo, la capital, sigue sin haber alumbrado público. Dicen que para ver mejor las explosiones nocturnas del volcán, pero la realidad es que la electricidad es aquí un recurso muy valioso. A Ginostra, el puertito del otro lado de la isla -tres casas, 20 almas y apenas siete burros de la casi extinta raza eolia-, la luz no llegó hasta 2004. El agua es desembarcada desde un barco cisterna y su inconfundible mugido, que llega desde el fondo de la playa de Ficogrande, se ha hecho tan cotidiano en Strómboli como las explosiones del volcán.
Arenas negras y redes
Las casas encaladas apenas sombrean las solitarias calles que bajan empinadas al puerto. En la playa de arenas negras los pescadores se afanan en remontar las redes hasta la orilla, tan desarrapados como entonces. Sólo el pitido del ferry que llega de Lípari rompe el encanto. Anuncia el único tumulto que conoce la isla a lo largo del día. Mientras atraca, media docena de carritos eléctricos, entre ellos el de la pareja de caravinieri, acude a Porto Scari. Recogerán la carga de turistas y mercancías, esfumándose veloces y silenciosos bajo el tórrido sol siciliano. Y todo vuelve a ser como entonces.
Empieza a caer la tarde y en la vía Vittorio Emanuele, la principal de San Vincenzo, los turistas se concentran en las cercanías de la iglesia. Van ataviados con mochilas, recias botas, cascos y ropa excursionista. Son aspirantes a subir al Strómboli, la atracción más excitante de la isla. Esperan a las puertas de Magmatrek, la empresa que les suministrará un guía. Emocionados por su próxima aventura, no reparan en una casa vecina de cuyo jardín desbordan los limoneros.
Junto a la puerta una placa señala que aquí se alojaron Bergman y Rosellini en 1949. Es la Casa Rossa. La dureza del clima de las Eolias ha desvaído el color rojo original por un rosa oxidado, pero se mantiene igual que cuando la pareja vivió en ella los cuatro meses más intensos y explosivos de su vida.


Aquí llegaron Ingrid y Roberto en abril de 1949. Semanas antes, un par de miembros de la productora RKO desembarcaron para preparar la logística de la película. Se encontraron con la pobreza extrema. A la isla llegaba un único barco a la semana desde Nápoles. No había hotel, ninguna casa reunía condiciones y sólo una mujer alquilaba habitaciones. Gracias al maestro consiguieron que la hermana de este les alquilase una casa de cuatro habitaciones. La pintaron y adecentaron. En el jardín construyeron el baño, algo que sorprendió a los isleños, ninguno de los cuales jamás había visto antes un retrete ni mucho menos un bidet.
Junto con la pareja, en la casa se acomodaron la secretaria y la hermana de Rossellini. No fue una estancia sencilla. Al cansancio de un rodaje prolongado durante cuatro meses, hubo que unir el recelo de la población; sólo el párroco entendió que la película podía traer prosperidad a la isla. Luego estaban las condiciones elementales del lugar. La ducha, por ejemplo, era un agujero en el techo por donde se echaba agua de mar. Una gran explosión obligó a evacuar la isla, algo que aprovechó Rosellini para incluirlo en el film. Estrés continuo y agotador que llevó a Bergman a escribir: «Malditas sean estas películas realistas». Strómboli, el bulldog francés que le regaló su amante para serenarla, apenas le calmó su constante malhumor.
Marcella y Cristina Russo, nietas de Domenico Russo, el propietario que alquiló el inmueble a Rossellini, decidieron crear hace pocos años la Asociación Cultural Ingrid. Con sede en la Casa Rossa, organizan exposiciones y otros actos en torno a la película de culto. El interior está más o menos igual que cuando en ella se alojaron los amantes. Se conserva el tocador de la actriz, un armario con ropa de la época y una cama de matrimonio que, aseguran, es la que ellos utilizaron.
Preocupados por la ascensión, a pocos visitantes les interesa nada de esto. Tienen bastante con aprobar la revisión que los de Magmatrek someten a su equipación. Y es que la ascensión del Strómboli es singular en extremo. Al mismo tiempo, se trata de una de las actividades más recomendables que puede realizarse en Europa para los amantes de la aventura. No es una escalada en toda regla, pero sus casi 1.000 metros de desnivel y las circunstancias en que se desarrolla la hacen esforzada y no apta para todos los públicos.
Lo primero son los 925 metros que mide el volcán, cota humilde, pero no tanto si se considera que la ascensión comienza a nivel del mar. Luego el calor africano, acrecentado por el calor que desprende el suelo volcánico de la isla y las emanaciones de gases. A pesar de ello, en las jornadas de verano hay lista de espera. Nadie puede subir por su cuenta. Todos los días, unos cuantos que intentan hacerlo sin guía son detenidos. Por seguridad, motivos ambientales y para proteger un puñado de puestos de trabajo en la isla, quien pretenda subir tiene que hacerlo en uno de los grupos autorizados: 10 al día, 20 personas cada uno, tutelados en todo momento por un guía que dirige el camino de la ascensión y, sobre todo, la increíble bajada.
La aventura comienza con la revisión a conciencia de la equipación de los aspirantes por parte de los guías. Puedo asegurar que se trata del equipo más extraño de cuantos he utilizado en mi larga vida en las montañas. Empieza con las botas altas con polainas herméticas y bastones, hasta aquí normal. Sigue la ropa de abrigo (algo que sorprende cuando te lo piden con una temperatura por encima de 35º), casco, linterna frontal y ¡gafas de seguridad estancas y una mascarilla de quirófano! A lo largo de la jornada se comprueba lo imprescindible que resulta todo ello.
La ascensión se inicia a las 18:00 horas. La razón es evitar las horas más calurosas y alcanzar la cumbre en plena noche. Así se contemplan las erupciones en todo su esplendor. Vía Vittorio Emanuele arriba, se deja atrás la plaza y la única farmacia de Strómboli. Ya fuera del caserío, el camino asciende por la montaña y pasa al pie del cementerio.
El sendero se abre paso a través de ingratos campos de lava solidificada. Los mismos que recorrió Ingrid Bergman. A pie y a lomos de un borriquillo, su cabellera rubia levantaba murmullos entre las mujeres de riguroso luto, que se tapaban las cabezas con un pañuelo igualmente negro. Hoy, las excursionistas venidas de toda Europa visten minishort que enseñan más que ocultan sus atractivos.
El recorrido de la arista cimera se adereza con las rítmicas explosiones, que encogen el ánimo de los excursionistas. Cuando se alcanza la cumbre es noche cerrada. Media hora se permanece en lo alto. Tiempo suficiente para ver ladera abajo las heridas del gigante vomitar sus entrañas incandescentes. Doscientos metros bajo la cima se abren los tres cráteres. Entre ellos serpentea la Sciara di Fuogo, el río de Fuego, enorme herida por la que descienden hasta el mar los bloques y el caudal de magma hirvientes. «Un semicírculo de lava roja lo envolvía, parecido a un labio ensangrentado, el cono humeante, mientras una enorme cascada de piedras abre una oscura rodadura hacia abajo», escribió Bergman en su diario.
El regreso se realiza por las empinadas coladas de cenizas acumuladas en el lado sur del cono volcánico. Es un descenso alucinante en mitad de la negrura, donde el polvo que se levanta impide ver otra cosa que el débil resplandor de la linterna de quien te precede. La tenue luz, un par de metros por debajo, guía los pasos en la ladera casi vertical por la que más que bajar, se cae en medio de una nube de polvo volcánico en el que te hundes hasta los muslos.
Tras la estancia en Strómboli, Bergman y Rossellini permanecieron juntos en Italia. Las continuas críticas fueron deteriorando su relación. El director fue acusado de banalizar su cine social al elegir una actriz tan glamurosa. Sus películas fueron un fracaso de público y crítica. El contrato de la sueca con Jean Renoir para filmar Elena y los hombres en 1957 fue el desencadenante del divorcio. Atrás quedaron ocho años, cuatro películas y tres hijos, uno de los cuales, Isabella, gemela de Isotta y ambas hermanas de Robertino, continuó la senda cinematográfica de sus progenitores. Aunque sobre todo quedó una obra maestra que plasma la esencia del ser humano y su lucha contra la fuerza telúrica de la naturaleza, contra Dios y contra sí mismo.

http://www.elmundo.es/cronica/2014/09/28/5426a81022601d1b548b4572.html

LA DIOSA DEL VIOLÍN. ANNE-SOPHIE MUTTER.


Anne-Sophie Mutter, la predilecta de Von Karajan, inicia hoy tres conciertos en Barcelona y Madrid en los que asumirá el reto de tocar la célebre composición de Max Bruch, una perfeccionista que siempre se intenta superar a sí misma, llevando la música a nuevas fronteras. 


JAVIER BLÁNQUEZ
Tiene 51 años, ha gozado de casi cuatro décadas de carrera fructífera y una legión de jóvenes competidoras le pisan los talones, pero todavía no ha ocurrido que nadie haya podido desbancar a Anne-Sophie Mutter (Rheinfelden, 1963) del privilegiado podio de reina de las violinistas. Su secreto, además de unos dedos de seda al servicio de una técnica excelente, es también el de algunos actores de cine de primer nivel -Scarlett Johansson, por ejemplo-: alternar en su carrera, tanto en discos como en los directos, los 'blockbusters' populares con los acercamientos al circuito indie. Lo que para Mutter significa, más específicamente, grabar un día el tópico concierto de Felix Mendelsshon -lo hizo por primera vez en 2009, bajo la dirección de Kurt Masur- y al siguiente interpretar la 'première' de una pieza contemporánea especialmente escrita para ella.
"Cuando empecé a tocar música contemporánea", recuerda Mutter desde su casa en Múnich, "ya me consideraba mayor como violinista, aunque sólo tuviera 23 años. También me costó dar ese paso, pero una vez dado no puedo dar vuelta atrás. No creo que haya nada más excitante en mi trabajo que participar en el pleno proceso creativo, tocar una pieza de música por primera vez, ayudar a darle vida. Nunca he llegado a entender por qué no hay más violinistas que lo hagan", comenta.
Hay algunas pero pocas. La que más se ha empleado en rescatar material del siglo XX es la joven neoyorquina Hilary Hahn, que acumula en su discografía, junto a los habituales conciertos de Beethoven o Bach, también lo menos conocido de Sibelius, Schönberg, Barber y hasta una 'première' escrita por la compositora Jennifer Higdon. Pero nadie supera a Mutter en su empeño por rodearse de autores vivos y tocar música nueva. "No es sólo que me guste", asegura, "considero que tengo la obligación de hacerlo. Es casi un deber moral, porque haciéndolo dejas una huella en la sociedad, ayudas a elevar un pilar en la cultura. Eso enriquece a la comunidad".

Algunas de sus grabaciones recientes han sido estrenos significativos: en 2008 lanzó un disco audaz que incluía los dos conciertos de Bach y una nueva composición de la rusa Sofia Gubaidulina, 'In tempus praesens', de una atonalidad transparente y de una espiritualidad casi sideral. Poco después, en 2011, estrenó sendos conciertos de Wolfgang Rhim y Sebastian Currier en un disco que se completaba con una pieza de Kryzstof Pendérecki. En su último trabajo, 'The silver album' (Deutsche Grammophon, 2014), conmemora sus 25 años de trabajo como dúo con el pianista Lambert Orkis e interpreta piezas de Beethoven, Brahms o Mozart. También estrena 'La follie', una suite para violín escrita por Pendérecki especialmente para ella, y la segunda sonata para violín de André Previn. Por desgracia, el concierto que le estaba escribiendo Pierre Boulez parece que no se terminará. "Boulez no está bien de salud, sus ojos están débiles. La obra no importa ya, sino que se recupere", matiza.
Curiosidad y voluntad
Mucha de esta música lamentablemente queda aplazada durante un tiempo -por su dificultad sobre todo, pero también por la cláusula de exclusividad por diez años que Mutter incluye en todos los contratos-, pero ella confía en que tarde o temprano pueda figurar en su nuevo repertorio. "En la historia de la música hemos tenido casos inesperados de piezas que se habían esfumado y de repente vuelven con fuerza. Ahora se toca más Shostakovich y Prokofiev que nunca; el concierto para violín de Sibelius también ha experimentado un 'revival'. Tengo la confianza en que la gente siga teniendo curiosidad y voluntad por descubrir cosas, una mente abierta. Este mundo no es perfecto, no es como me gustaría que fuera, pero yo veo un progreso: cada vez más receptividad a lo actual, públicos distintos, blogs que hablan de música nueva. Más que antes. Adquirir el gusto lleva tiempo. ¡A mí me cuesta también!", manifiesta.
En sus próximos conciertos en España, sin embargo, Anne-Sophie Mutter tendrá como misión tocar un hito de la música romántica alemana, el primer concierto de Max Bruch. Hoy lo hará en el Palau de la Música de Barcelona en la gala de inicio de temporada, donde además se escuchará la sinfonía número 9 de Dvorák, y el estreno de 'Bach im Himmel', una pieza contemporánea para orquesta de Bernat Vivancos inspirada las estructuras del primer preludio de 'El clave bien temperado'. Y mañana viernes y el sábado tocará en Madrid en el Auditorio Nacional, con el mismo programa. "No tengo interés en volver a grabar el repertorio habitual, pero si tuviera que elegir una pieza de mi discografía con la que no esté plenamente satisfecha, sería el concierto de Bruch", afirma Mutter. "Lo toqué por primera vez con 18 años y ahora lo hago de manera muy distinta. Es una pieza tan rica que es imposible abarcarla".
La posibilidad abierta de volver a grabar a Bruch tiene que ver con el aprendizaje invisible que aportan los años. El pianista Alfred Brendel sostiene que una violinista puede ser magistral en la adolescencia, pero el piano sólo se toca bien en la plena madurez, aunque es evidente que la experiencia aporta una profundidad que no estaba aún en aquella niña que debutó en 1976 apadrinada por Herbert von Karajan. "No somos únicamente pequeños prodigios. El violín se toca mejor con el tiempo. Hay que aprender a escuchar a la orquesta, tener conceptos más audaces, no sólo es una cuestión de dedos. Cuando te adentras en la música contemporánea, además se requiere madurez intelectual: son rompecabezas difíciles. A veces creemos que todas las posibilidades del violín se descubrieron con Mozart, Beethoven y Paganini, pero en pleno siglo XXI aún no hemos descubierto cuáles son sus límites", concluye Mutter.

http://www.elmundo.es/cultura/2014/09/25/5422fc26ca4741583e8b45a4.html